En el sexto año de la persecución de Diocleciano, siendo Firmiliano gobernador de Palestina, Adrián y Eubulo fueron de Batenea a Cesarea para visitar a los confesores de la fe. Cuando los guardias de la ciudad les interrogaron sobre el motivo de su viaje, los mártires respondieron sin rodeos que habían ido a visitar a los cristianos. Inmediatamente fueron conducidos ante el gobernador, quien los mandó azotar y desgarrar las carnes con los garfios de hierro, para ser arrojados después a las fieras.
Dos días más tarde, durante las fiestas de la diosa Fortuna, Adrián fue decapitado, después de haber sido atacado por un león. Eubolo corrió la misma suerte, uno o dos días después. El juez le había prometido la libertad a este último, con tal de que sacrificara a los ídolos, pero el santo prefirió la muerte.
Señor, Tú que llenaste de un celo apasionado a San Adrián
por anunciar tu Amor, manifestado en el Corazón de tu Hijo Jesús
y en el Corazón de María, su Madre y Madre nuestra.
Le diste fortaleza tan grande
que lo llevó a derramar su sangre
como testigo de tu Amor.
Te pedimos, por su intercesión,
nos concedas también a nosotros
contemplar, vivir, anunciar
y ser testigos de tu Amor.
Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.
Amén