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DOMINGO 26º del Tiempo Ordinario Domingo 25 de septiembre de 2022

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El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Este rico no tiene nombre pues no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso.

Echado en el portal de su mansión yace un mendigo, cubierto de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas. No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama “Lázaro”, que significa “Mi Dios es ayuda”. Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al “Hades” o “reino de los muertos”. También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero “fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán”.

Al rico no se le juzga por explotador ni por rico. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su mansión, pero no se ha acercado a él. Su pecado es la indiferencia. El mal uso de los bienes.

En nuestra sociedad, evitamos de mil formas el contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo cada vez más incapaces para percibir su aflicción y dolor. La presencia de un mendigo en nuestro camino nos molesta. El encuentro con un enfermo terminal, nos molesta. No sabemos qué hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Si el sufrimiento se produce lejos, a distancia, es más fácil. También sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, a través de la pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil maneras por anestesiar nuestro corazón.

Pero quien de verdad sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y trata de aliviar su situación.

”Había un hombre rico… y un mendigo llamado Lázaro ...”. (Lucas 16, 19-31)
Autor:
Monseñor Sergio Pulido Gutiérrez