
Los expertos nos hablan de un curioso fenómeno lingüístico propio de nuestros días. En pocos años se ha extendido en las sociedades desarrolladas un lenguaje de carácter técnico, aséptico y eufemista para hablar de quienes sufren problemas o enfermedades.
Así, en la sociedad moderna ya no hay pobres, sino gente “económicamente débil”, no hay viejos, sino personas que han llegado a la “tercera edad”; los ciegos son ahora “invidentes” y los moribundos sólo son “enfermos en fase terminal”; los que viven sin techo se han convertido en “habitantes de la calle”; los negros son ahora afortunadamente “personas de color” y las criadas han alcanzado la dignidad de «colaboradoras domésticas».
Tal vez este lenguaje refleja, sin duda, una actitud más respetuosa y cuidada hacia esas personas, pero puede favorecer, al mismo tiempo, una postura más elegante, distante y tranquilizadora pues, de alguna manera, disimula el sufrimiento y la tragedia.
Por eso, quiero recordar hoy la verdad: el amor al que sufre no consiste en usar palabras bonitas, correctas y amables, sino en ayudarle con obras. Lo dice ya un escrito del Nuevo Testamento: “Hijos míos, no amen de palabra ni con la boca, sino con hechos y de verdad”.
Y el Evangelio de hoy también es muy claro. El profeta Juan Bautista envía a sus discípulos para hacerle a Jesús una pregunta decisiva: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Jesús no responde con un bonito discurso teórico. Lo importante para captar su identidad no son las palabras, sino los hechos. “Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia”.
Lo que identifica al verdadero Mesías–Salvador y a quienes lo seguimos es nuestro servicio a los que sufren; no las bellas palabras, sino las obras. He leído que el filósofo danés S. Kierkeegard comienza uno de sus tratados con estas palabras: ”Estas son reflexiones cristianas. Por eso, no se habla aquí de amor sino de las obras del amor”. Es genial y bello. El amor cristiano al que sufre no es un amor, explicado, cantado, exaltado, poetizado, idealizado. El amor verdadero, no consiste en palabras, sino en hechos.