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DOMINGO 32º del Tiempo Ordinario Domingo 06 de noviembre de 2022

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A lo largo de los siglos se han divulgado formas muy diversas de “imaginar” el Cielo. A veces se ha considerado el Reinado de Dios como una especie de ”país de las maravillas” situado más allá del universo, el ”final feliz” de una película o serie... pero olvidando a Dios como fuente del cumplimiento definitivo de todo lo que existe. Otras veces, por el contrario, se ha insistido casi exclusivamente en ver a Dios cara a cara... pero como si la contemplación de Dios excluyera a toda otra felicidad o experiencia que no fuera la comunión de Dios con los bienaventurados. Se habla también con frecuencia de la ”paz eterna” que expresa el fin de las fatigas de esta vida... pero que puede reducir equivocadamente el contenido de la plenitud final a una existencia inerte, monótona y poco atractiva.

Como sacerdote teólogo debo ser muy sobrio al hablar del Cielo. En general, todos los católicos  debemos cuidarnos mucho de describir el Cielo con representaciones ingenuas. Nuestra trascendencia y plenitud final está más allá de cualquier experiencia terrestre aunque la podemos evocar, esperar y anhelar como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy alienta en nosotros. Prefiero acudir al lenguaje del amor y de la fiesta.

El amor es la experiencia más honda y completa del ser humano. Poder amar y ser amado de manera íntima, plena, libre y completa: amar y ser amado… ésa es la aspiración más radical que espera cumplimiento pleno. Si el Cielo es algo, ha de ser experiencia plena de amor: amar y ser amado, conocer la comunión gozosa con Dios y con todo lo creado, experimentar el gusto y el éxtasis del amor eterno de Dios en todas sus dimensiones.

Los católicos de hoy miramos poco al Cielo. No sabemos levantar nuestra mirada más allá de lo inmediato de cada día. No nos atrevemos a esperar mucho de nada ni de nadie, ni siquiera de ese Dios revelado como Amor infinito y salvador en Cristo-Jesús resucitado. Se nos olvida que Dios ”no es un Dios de muertos, sino de vivos”. Un Dios que sólo quiere una vida dichosa y plena para todos todos y por toda toda la eternidad.

 

”…y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección”. (Lucas 20, 27-38)
Autor:
Monseñor Sergio Pulido Gutiérrez