
Jesús va camino de Jerusalén. El evangelista Lucas nos dice que “mucha gente acompañaba a Jesús”. Sin embargo, Jesús no se hace ilusiones. No se deja engañar por entusiasmos fáciles de las gentes. A algunos les preocupa hoy cómo va descendiendo el número de los católicos. A Jesús le interesaba más la calidad de sus seguidores que su cantidad.
De pronto “se volvió” y comienza a hablar a aquella muchedumbre de las exigencias concretas que encierra el acompañarlo de manera lúcida y responsable. No quiere que la gente lo siga de cualquier manera. Ser discípulo de Jesús es una decisión que ha de marcar la vida entera de la persona.
Jesús les habla, en primer lugar de la familia. Aquellas gentes tienen su propia familia: padres y madres, mujer e hijos, hermanos y hermanas. Son sus seres más queridos y entrañables. Pero, si no dejan a un lado los intereses familiares para colaborar con Él en promover una familia humana, no basada en lazos de sangre sino construida desde el amor incondicional, la justicia y la solidaridad fraterna, no podrán ser sus discípulos.
Jesús no está pensando en deshacer los hogares eliminando el cariño y la convivencia familiar. No. Pero, si alguien pone por encima de todo el honor de su familia, su patrimonio, su herencia o el bienestar familiar, no podrá ser su discípulo ni trabajar con él en el proyecto de un mundo más humano.
Más aún. Si alguien solo piensa en sí mismo y en sus cosas; es decir, si es un ególatra, si vive solo para disfrutar de su bienestar, si se preocupa únicamente de sus intereses, que no se engañe, que no se mienta, no puede ser discípulo de Jesús. Le falta libertad interior, coherencia y responsabilidad para tomarlo en serio.