
Da miedo utilizar la palabra “amor”. Ha quedado tan mal entendida y tan mal interpretada que esta palabra “amor” es hoy una especie de “mesita de noche” en el que cabe todo: lo mejor y lo peor. No digamos nada si hablamos de “caridad”. Sin embargo, el amor verdadero está en la fuente de cuanto ilumina y aviva nuestro ser. El amor hace crecer, da vigor y sentido a nuestro vivir diario, nos recrea. ¡El amor da sentido a la vida! ¡El que no ama ya está muerto! … Cuando falta el amor, falta el fuego que mueve la vida. Sin amor la vida se apaga, vegeta y termina extinguiéndose. El que no ama ni es amado se cierra y aísla cada vez más. Gira alocadamente sobre sus problemas y ocupaciones, queda aprisionado en las trampas del placer, cae en la rutina del trabajo diario: le falta el motor que mueve la vida.
El amor está en el centro del Evangelio de Jesús, no como una ley a cumplir disciplinadamente, sino como un ”fuego” que Jesús desea ver ”ardiendo” sobre la tierra más allá de la pasividad, la tibieza, la mediocridad o la rutina del buen orden. Según Jesús de Nazaret, Dios Padre está cerca buscando hacer germinar, crecer y fructificar el amor y la justicia. Esta presencia del Dios Padre que no habla de venganza sino de amor apasionado, misericordioso, y de justicia fraterna es lo más esencial del Evangelio.
Jesús sentía esta presencia secreta en la vida diaria: el mundo está lleno del amor del Padre Dios y del Santo Espíritu. Esa fuerza creadora es como un poco de levadura que ha de ir fermentando la masa, un fuego encendido que ha de hacer arder al mundo entero. Jesús soñaba con una familia humana habitada por el amor y la sed de justicia. Una sociedad buscando apasionadamente una vida más digna y feliz para todos. El gran pecado de nosotros, como discípulos de Jesús, será siempre dejar que este fuego se apague.